Han pasado 10 años desde aquel saludo de “buenas noches” dicho desde el balcón que da a la Plaza de San Pedro. El nuevo obispo de Roma era argentino pero también italiano, jesuita pero con profundas raíces franciscanas como San Ignacio. Sobre todo, un pontífice “político” después de la renuncia del teólogo Ratzinger. Bergoglio ha llevado su sensibilidad sobre los temas del trabajo, la tierra, el respeto a las minorías y, por primera vez en la historia de la Iglesia, ha dedicado una encíclica al medio ambiente. El IOR ya no es un banco offshore, algunas manzanas podridas del círculo empresarial del Vaticano han sido eliminadas, pero sin duda Francisco será recordado por la reforma de la Curia Romana que abre a los laicos, reorganiza las competencias y relanza la evangelización. Un Vaticano que ha apostado por la paz, como en la mediación entre Cuba y Estados Unidos, en el logro de la paz en Colombia y en el intento, lamentablemente nunca despegado, de detener el conflicto ruso-ucraniano. Francisco ha hablado con el lenguaje de los movimientos sociales, ha promovido a sacerdotes callejeros al rol de obispos, ha rediseñado el mapa del colegio cardenalicio abriendo a Asia y África. Ha sido el más importante testimonio de la lucha contra el consumismo. Sus zapatos desgastados se han convertido en una forma de protesta contra la sociedad de usar y tirar. Jorge Mario Bergoglio ha hecho política, ha humanizado la institución vaticana, ha ordenado la casa que los cuervos dejaron en desorden, ha dado testimonio de fe y ha hecho dialogar a las creencias. Después de Francisco, nadie podrá volver atrás en la renovada vocación de estar con los últimos, de querer la paz, de denunciar las injusticias, tal como está escrito en el Evangelio.
